Algunos registros señalan que Thomas era
un sujeto adicto al alcohol, además de ser físicamente abusivo pues
emprendía un concierto de golpes contra su mujer y en ocasiones de
excelsa inspiración, de sublimes arrebatos, acometía con fiereza
inhumana a sus vástagos.
Los investigaciones indican que Thomas
Pomeroy, obnubilado por los vapores del pésimo licor ingerido, sacudido
por un incontenible frenesí de violencia, arrastraba a sus hijos hacia
un cobertizo ubicado en la parte trasera de la casa donde los desnudaba y
después de reventarlos a palazos o sumergirlos en los pantanos del
dolor y la humillación, se desvanecía con fingido llanto sobre el piso,
donde quedaba adormecido e indefenso.
Jesse no escapó de estos aquelarres
salvajes, recibió tundas inconmensurables, acogió en su carne infantil
los moretones producidos por los puños, los pies, el cinturón o los
maderos con que su padre resolvía sus deficiencias personales civiles y
familiares.
De
rodillas sobre granos de maíz, con los brazos abiertos en cruz, un
libro en cada mano, Jesse Pomeroy veía impotente como se acercaba el
rebenque hasta morder su piel y hacerle saltar chispas de sangre bajo la
luz mortecina que se colaba por un tragaluz en lo alto de sotechado.
Jesse recibió cada vez más descomunales
palizas por parte del beodo padre. Ante la impotencia de verse atacado
por su progenitor y tal vez como mecanismo de defensa, Pomeroy hijo se
convirtió en una especie de criatura sadomasoquista. Terminó por recibir
con malsano deleite los golpes salvajes, las tundas paroxísticas.
No obstante, las cosas comenzaron a
cambiar al crecer Jesse. Los relatos de esa época indican que su
apariencia era verdaderamente sobrecogedora. Con cada año su rostro
adquiría un aspecto terrible. Deformaciones de la nariz, inflamación
constante de párpados y pómulos le otorgaban un aspecto casi irreal.
Siempre pálido y ensimismado, era una suerte de espectro. Su cuerpo era
demasiado grande para su edad. Su cabeza era un enorme cubo poblado por
una maraña de cabellos entre castaños y rojizos, como si un incendio se
propagara por su cráneo monumental. En la oscuridad parecía una fogata y
en el día se transformaba en una especie de híbrido de león y humano.
El
padre descubrió con horror en una de sus habituales y abusivas
correrías que Jesse era una especie de monstruo, cuyo ojo derecho sin
iris ni pupila lo miraba desde un oscuro averno. Ese ojo le asaltaba en
las pesadillas de la resaca, le miraba entre las grietas de las paredes,
se asomaba a la ventana por las noches.
Al crecer, Pomeroy se convirtió en un
individuo solitario y retraído, como ocurre con las personas demasiado
diferentes. No existía nadie que recordara haber visto una sonrisa en
sus labios. No sabía Pomeroy que la alegría podía existir en este mundo y
la sonrisa era su expresión más superficial.
Se cuenta que sus hermanos tenían por
costumbre adoptar mascotas, pero a partir de cierto momento todas
desaparecían. Poco después, entre los matorrales del campo circundante a
la casa, aparecían muertas, sin cabeza y con las entrañas esparcidas.
Pomeroy concibió que el ataque de su
padre era una realidad inmodificable, pero aceptada por todos. Así que
hacer daño no era una trasgresión, sino una percepción metafísica de una
forma de placer individual. Los pequeños animales fueron los receptores
de este criterio. Las mascotas y los animales pequeños que encontraba y
a veces hurtaba a sus vecinos aparecían despedazados en los portales de
las casas, en el buzón del correo, colgados ante las ventanas o
clavados en las puertas.
Esta sanguinaria costumbre presagiaba el
Pomeroy del futuro. Se había señalado el sendero por el que transitaría
este demonio infantil con su hoz de sombras y su sonrisa ensangrentada.
A pesar de ser un individuo fronterizo, Pomeroy no era fácil de seguir y
muy difícil era comprobar su participación en los festines de sangre
descubiertos en su comunidad.
De alguna manera emulaba a su padre que
atacaba a los más pequeños. Recordaba sin dudas las veladas del rebenque
y el puntapié, el dolor apretado entre los dientes, el sufrimiento
convertido en breve gemido. Imitar al padre era dedicarles especial
atención a los niños, a los más pequeños y los indefenesos.
Su
primera víctima fue William Paine. Era el año 1871, el mes de diciembre
llegaba con sus fríos vientos y ráfagas de escarcha. El páramo se
vestía con el traslúcido color del hielo. Dos hombres caminaban por un
apartado camino cuando escucharon unos gemidos que provenían de una
cabaña abandonada. Entraron, no sin temor, no sin cautela y encontraron a
un niño de cuatro años colgado por las manos al techo. El pequeño no
supo quién lo había atacado ni atado de tal manera.
Poco después, casi a finales del mes de
enero cuando la temperatura descendía a varios grados bajo cero, unas
mujeres que regresaban de una población cercana percibieron entre la
hierba unos movimientos inusuales. Se acercaron y vieron con el mayor
terror unos perros que husmeaban en las horribles heridas del cuerpo de
un niño.
Los animales habían mordisqueado los
órganos internos y sus befos llenos de sangre les otorgaba un
terrorífico aspectos de cancerberos. Mostraron sus fauces a las mujeres y
ladraron de manera demoníaca, diría mucho después una de ellas.
Tres víctimas más fueron descubiertas.
Dos de ellas ya en estado de descomposición tal, que resultó muy difícil
identificarlas con las experticias de la época. Una de ellas presentaba
una irregular herida que iba desde el bajo vientre hasta las
clavículas. Por ella se salían los intestinos y podía verse claramente
el hígado, el estómago y el páncreas. Del primero chorreaba una
sustancia amarillenta y hedionda. Del segundo fluía todavía un líquido
color rosa oxidado y el último era una especie de esponja que debió ser
picoteado con algo punzante hasta convertirlo en una masa porosa.
De la segunda víctima se pudo observar
que los ojos no estaban, ni tampoco la nariz. En el lugar donde debieron
estar las orejas, tan solo había unos pequeños muñones, unas breves
protuberancias, al parecer emergidas de las profanidades de los
pabellones auditivos.
La tercera había sido estrangulada con
una cuerda nueva muy gruesa y pesada. Se mantenía colgada de una rama
con una pavorosa exoftalmia. Le habían sido arrancados segmentos
completos del cabello y le hacían falta varios dedos de las manos.
Pomeroy
intentó atrapar a un pequeño de ocho años que jugaba con unas canicas
muy cerca del camino del tanque de agua que abastecía a cierta parte del
pueblo.
Intentó seducirlo con unas viejas
revistas, le atrajo con la idea de jugar a la pelota, cuando la primera
maniobra no dio resultado. Pomeroy había tomado el bate y ya se disponía
a descargar el primer golpe cuando el hermano del niño apareció en una
carreta y se percató enseguida del peligro. Saltó sobre Pomeroy y lo
doblegó con facilidad.
Por supuesto que intentó consumar su
acto, pero fue anulado por un golpe en pleno rostro. Pomeroy cayó sobre
un charco de lodo betuminoso que le dio un curioso aspecto a su rostro
de animal fantástico.
Jesse Pomeroy fue detenido y llevado a
la penitenciaría. Mientras los investigadores recababan las pruebas para
enjuiciarlo cayó enfermo con bronquitis. Su estado era tal que las
autoridades se preocupaban por su salud. Pero sobrevivió.
Estaba recluido en una celda aislada.
Poco o nada de contacto tenía con el mundo exterior. A veces escuchaba
las voces de los demás prisioneros que en el patio se insultaban
mientras jugaban al fútbol o el baloncesto.
Le había sido permitido ejercitarse en
el patio trasero. Se alimentaba en un rincón de la cocina y en ocasiones
le proporcionaban una especie de banca para que se asomara por la
abertura de la celda y ver el manchón azul del cielo y la curva de los
cerros a lo lejos. En ocasiones le era facilitado material de lectura,
sobre todo libros sobre la cría y castración de los animales.
Jesse Pomeroy fue enviado después a un
cuarto forrado de concreto y acero de dos por tres metros donde pasó
cuarenta años. En esas cuatro décadas estudió varios idiomas sin tener
nunca un interlocutor.
Después de ese tiempo, ya viejo y
enfermo se le reintegró al resto de los detenidos. Se dice que intentó
escapar escarbando debajo de la pared. Llegó hasta la tubería del gas
con la intención de volar la puerta de la celda. Hay quienes alegan que
no quería escapar sino terminar con su mísera existencia.
En 1931, vencido por el tiempo, por las
enfermedades y el olvido, agónico y sufriente, Jesse Pomeroy murió en un
desastroso estado, casi ciego, con reuma y severos problemas
respiratorios. Fue cremado y sus cenizas esparcidas al viento. Nunca se
arrepintió del mal que hizo.