
Circula en Estados Unidos, a modo de leyenda, la siguiente historia:
Después de dar la misa, un sacerdote 
católico se encaminó hacia un apartamento ubicado en un viejo edificio 
del centro de la ciudad. Medianamente alto, con la pintura descascarada y
 las verjas de las ventanas carcomidas por el óxido. El edificio ubicado
 en un barrio marginal, muy conocido por ser hogar de traficantes, 
prostitutas y drogadictos, era todo lo opuesto a un lugar alegre y 
acogedor, sobre todo bajo un cielo gris como el que en aquel momento lo 
cubría.
Tras tocar repetidas veces el timbre, el sacerdote pudo escuchar
 la proximidad de unos pasos y entonces la puerta se abrió: era un joven
 desaliñado y ojeroso, con cabello abundante, sucio y desordenado. Su 
expresión no era precisamente afable: en ella se revelaba la actitud de 
quien está fastidiado y cansado de la vida, de quien guarda una añeja 
amargura y un desencanto generalizado hacia todas las cosas. Y el vicio,
 aquel joven parecía haber envejecido interiormente a causa de diversos vicios:
 alcohol, drogas, mujeres … Además tenía cara de haberse acabado de 
despertar por los sonidos del timbre y, pese a parecer asombrado por la 
visita del cura, no se veía de ningún modo complacido en tal visita…
—    ¿Qué quiere? —preguntó el joven con sequedad
—    Me han llamado para administrarle los últimos sacramentos a un moribundo.
—    Creo que le han tomado el pelo. Aquí sólo vivo yo
El padre dudó por un momento, bajó la 
cabeza de forma pensativa y preocupada y luego, justo cuando volvía a 
alzar la mirada para disculparse con el joven e irse, vio algo en el 
oscuro pasillo que lo asombró e instantáneamente le hizo convencerse de 
que no había ninguna broma de por medio y que simplemente el joven era 
un inconsciente sin deseos de ayudar.
—    No, joven, aquí no hay ninguna broma. Quizá usted no entiende la importancia del asunto o tiene cierta antipatía por la Iglesia
 y los sacerdotes. Igualmente, lo único que le pido es que tenga 
consideración hacia la mujer amorosa y cristiana que por la mañana me 
suplicó que viniese acá. Tengo que cumplir lo antes posible con mi 
misión. Con su permiso.
Tras decir eso, el sacerdote apartó al joven de forma suave pero firme y determinada. Una vez dentro, vio en la mesita del recibidor un retrato junto al cual yacía un ramo de flores secas y marchitas. En el retrato se veía a una mujer mayor con ropa negra de luto, un gran crucifijo
 en el cuello y un rostro cuya mirada y expresión delataban bondad pero 
también un profundo envejecimiento ocasionado mucho más por el 
sufrimiento que por el paso de los años: era la mujer que había 
solicitado la visita del sacerdote.
—    ¿Ve el retrato de la mesita? Esa es la mujer que me pidió venir.
—    P… ¡pero qué dice! ¡Eso es imposible! ¡Ella es mi madre y está muerta hace años!
Al joven lo sacudió un escalofrío. Gotas
 de frío sudor empañaban su frente y su brazo derecho temblaba 
ligeramente mientras sostenía el retrato de la mujer frente a su rostro 
nervioso y sufrido. Pero el sacerdote parecía tranquilo, inmutable, como
 si algo en la conversación que tuvo con la mujer del retrato le hubiese
 hecho intuir que aquella no era una conversación normal, que algo 
misterioso había allí. Sereno, miró al joven y le dijo:
—    Hijo, quizá esto sea una especie de
 aviso de que debes guiar tu vida al sendero de la rectitud, tu madre 
está velando por ti y sufriendo desde el cielo por tus faltas.
Al oír eso el joven puso cara de no 
entender; mas, pasado un momento, en sus ojos surgió un destello de 
comprensión súbita, angustia y temor. Él lo sabía, sabía que el cura no 
mentía y que su madre le había hablado. Pero su madre estaba muerta: él 
era quien habría de morir, y muy pronto… Su madre aún cuidaba de él y no
 quería que muriese con una lista tan larga de pecados sin perdonar. 
¡Debía confesarse y recibir la comunión, debía arrepentirse para ser 
perdonado y no caer en la oscuridad eterna del Infierno!
Por un momento el joven lloró conmovido por el amor de su madre y el impacto
 que representaba saber que sí existía aquel mundo espiritual del que 
tanto había dudado y al que tanto había despreciado. No había pisado una
 iglesia desde niño, pero lo que estaba viviendo le convenció de que era
 tiempo de cambiar y reconciliarse con Dios aunque fuera en sus últimos 
momentos…
Tras varias horas dialogando con el 
sacerdote sobre su vida, su madre y como ella enfermó de tristeza cuando
 él se metió en las drogas. Un sufrimiento que la llevó a morir sola y 
repudiada por su único hijo que estaba más preocupado por lograr su 
dosis diaria que por atender a una pobre anciana que se desvivía por 
ayudarle. El chico profundamente arrepentido y desecho
 en lágrimas se confesó al párroco quien le absolvió de sus pecados y le
 dio la comunión. Al irse el cura, el joven regresó a su soledad con una
 mezcla de alegría por haber sido liberado y temor.
Falleció esa misma noche mientras 
dormía,  de forma repentina e inexplicable. Dicen que fue un paro 
cardíaco, pero es sabido que los médicos suelen diagnosticar eso cuando 
no saben a ciencia cierta qué pasó. En todo caso, lo importante es que 
el joven murió en paz y totalmente limpio de cualquier droga y pecado. 
En su velatorio, quienes lo conocían se sorprendieron porque el joven, 
mientras vivió, jamás mostró una sonrisa tan dulce y serena como la que,
 antes de partir, dejó grabada en su rostro.
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