EL ASESINO DEL AJEDREZ: “UNA VIDA SIN HOMICIDIOS PARA MÍ ES COMO UNA VIDA SIN ALIMENTOS PARA USTEDES”
¡Y pensar
que durante 30 años viví en el mismo edificio que un maniaco!”. Quién se
expresó así delante de una serie de periodistas fue la vecina de uno de
los mayores psicópatas de la historia reciente, uno de esos asesinos
que vienen a confirmar las teorías criminológicas que realzan la
‘invisibilidad’ de este tipo de enfermos a ojos de quienes comparten
rellano cada mañana con ellos. “Una vida sin homicidios para mí es como
una vida sin alimentos para ustedes”. Quien así se expresa es Alexander
Pichushkin, el asesino del ajedrez. Un tendero capaz de llorar la muerte
de su perro…y capaz también de proponerse rellenar los 64 huecos de un
tablero de ajedrez con monedas, fichas o tapones de botellas de vodka
asociadas a un nombre, los de sus víctimas.
Alexander Pichushkin comenzó a recorrer desde su infancia todas las
etapas que predicen un potencial psicópata. Empezando por el apellido
(pajarito, traducido al español) y los problemas que le acarreó a la
hora de relacionarse con otros niños. Siguiendo por un fuerte golpe en
la cabeza que sufrió cuando contaba con cuatro años de edad y que le
causó daños cerebrales. En este punto, siguiendo a Adrian Raine, gran
científico de las técnicas de neuroimagen aplicadas a los psicópatas, la
violencia se asocia a un defectuoso funcionamiento del lóbulo frontal y
temporal, justo los daños que se le diagnosticaron tras aquel golpe con
el columpio y que derivó en un sinfín de trifulcas en el colegio.
Continuando con una infancia en una familia desestructurada con un padre
alcohólico que les abandonó cuando tenía nueve años de edad.
Sin
embargo, un punto en la biografía de este psicópata ruso fijó los
albores de su macabra visión del mundo. Identificado con un abuelo que
fue el que más se preocupó por él y quien le mostró los entresijos del
ajedrez y del parque Bitsevsky, dos elementos relacionados con sus
asesinatos. Precisamente, el fallecimiento de su abuelo, que fue quien
percibió en su nieto a un chico más inteligente y avispado de lo que la
gente pensaba, degeneró en una depresión que Pichushkin asumió
refugiándose en el vodka y enfrascándose en el conocimiento de Alexander
Chikatilo, el asesino en serie más sanguinario de Rusia con 53 muertes a
sus espaldas. Una extraña afición que compartía con un amigo con el que
empezó ya a trazar planes para futuros asesinatos. Una locura que el
que iba a ser su cómplice entendía que iba a permanecer en el terreno de
la fantasía y que acabó cobrándose su propia vida. Pichushkin, en vista
del paso atrás que daba su amigo cuando se iban a disponer a trasladar a
la realidad sus teóricos planes, decidió que él fuese su primera
víctima. Tenía 18 años.
El segundo
punto que marcaría la sanguinaria historia de este dependiente ruso de
un supermercado llegó con la muerte de su perro. Después de aquella
primera muerte, Pichushkin llevó una vida rutinaria asociada al vodka,
era un bebedor más que ocasional, su trabajo y un parque al que ahora ya
no acudía con su abuelo, sino con su mascota. Precisamente, la muerte
de su inseparable perro destaparía la ya incontenible personalidad de un
hombre decidido a asociar su nombre a una historia de sangre. Mucha
sangre.
En el contexto de una Unión Soviética en plena decadencia y en el que la
escalada de violencia era brutal, Pichushkin podía moverse a su antojo.
11 moscovitas desaparecieron en 2001 en las alcantarillas de aquel
parque, seis en un mes. Hasta una superviviente, la única que hubo,
denunció la pesadilla que había vivido cuando sobrevivió milagrosamente,
embarazada de cuatro meses, después de ser arrojada al alcantarillado
después de haber sido golpeada en la cabeza. La reacción policial a esta
denuncia, completamente inexistente. Ante tal impunidad, Pichushkin
continuó con sus asesinatos siguiendo siempre la misma rutina: invitar a
alguien a tomar vodka al parque con el pretexto de ir a llorar a la
tumba de su perro y asestarle allí golpes en la cabeza con su martillo,
aquel que había adquirido para sus clases de carpintería durante su
juventud. Siguiendo el hilo de la criminología ambiental, Pichushkin no
hacía más que moverse por el frondoso parque que conocía a la perfección
y esperar la oportunidad idónea para cometer el delito. Muchas de
aquellas víctimas eran sus propios vecinos.
Este dependiente ruso mostró además uno de los rasgos que defienden
aquellos investigadores que abogan por la singularidad de la psicopatía
frente a cualquier otro tipo de delincuencia. Sostienen los defensores
del concepto de psicópata que la disminución de la actividad antisocial
que se da habitualmente en la década de los 30 años, en el caso de los
psicópatas se limita a los delitos no violentos. En este caso se
concretó. La conducta agresiva no sólo no disminuyó, sino que se
acrecentó de forma trágica. Ya no se deshacía de los cuerpos, los dejaba
a la vista. Ya no sólo martilleaba sus cabezas, sino que les incrustaba
esa botella de vodka tan presente en su vida. En ese momento, la
policía ya sí tomó cartas en el asunto. Empujados además por el foco
mediático que empezaba a posarse sobre el parque Bitsevsky y que no
hacía más que nutrir ese egocentrismo del dependiente del martillo.
Precisamente,
la detención por parte de la policía de otro hombre como presunto
culpable, motivó un repunte en el egocentrismo de un solitario
Pichushkin capaz de desplegar los encantos necesarios en cada momento
para conseguir ese halo de confianza necesaria en una relación para
poner a su víctima en el lugar adecuado. Mató a dos personas en una
semana como respuesta a esa detención policial. Todo acabó el 16 de
junio de 2006 cuando invitó a pasear hasta el parque a una compañera
suya del supermercado, madre soltera que había dejado una nota a su hijo
con el teléfono de Pichushkin con quien le anunciaba que se iba de
paseo. El asesino del ajedrez manejaba esta información antes de
asesinarla. En el momento del golpe, vaciló. Sabía que podía ser su fin.
No pudo reprimirse. Aquella fue su última víctima.
Con la nota dejada por la madre a su niño y las grabaciones del metro en
las que se veía a Pichushkin con su última víctima, la policía entró en
la casa de la madre de Alexander para detenerlo. Desde la cama,
Pichushkin no opuso resistencia. “¿La policía? Debe ser para mí. Dejen
que me vista”.
Después, durante el juicio, toda su obsesión fue que la acusación de 49
asesinatos y tres intentos de asesinato se elevaran a los 61 que
defendía que había cometido y que le permitían cumplir su macabro reto:
superar las 53 muertes de Chikatilo. Durante el juicio, su mirada fría,
impenetrable y exenta de cualquier arrepentimiento, sólo se alteró
cuando conoció que una de sus víctimas había sobrevivido. Ahora, este
hombre capaz de llorar por la muerte de su perro, cumple cadena perpetua
por la muerte de 49 personas. “Menos mal que me capturaron, no hubiese
sido capaz de parar”
http://www.crimenycriminologo.com/2011/12/el-asesino-del-ajedrez-una-vida-sin.html
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