Había dos hermanas gemelas que se
llevaban muy bien, como si hubiesen nacido siendo amigas: nunca se
peleaban, rara vez discutían, compartían todo lo que podían, tenían las
mismas aficiones y aversiones y hasta vestían parecido.
Toda su vida habían estado en un barrio
tranquilo, una zona residencial algo alejada del ajetreo propio de
tantas partes de la urbe. Aunque ahora por razones laborales, su madre
les había dicho que debían mudarse a una zona distinta de la ciudad, una parte en la que había mucha más actividad y en consecuencia debían tener más cuidado.
Llegó así un día en que llamaron a la madre del trabajo
y, a diferencia de tantos otros días, las niñas debían cruzar solas una
calle bastante transitada. Como habían atravesado esa calle cientos de
veces junto a ella, la madre pensó que podía despreocuparse de sus hijas
y les dijo que tenía que irse rápido y que ellas podían cruzar solas
sin problema siempre y cuando miren a uno y otro lado y estén bien
atentas a los automóviles.
Las niñas siguieron el consejo de la
madre y esta siguió su rumbo dándoles la espalda; pero, ni bien hubo
caminado un par de metros, oyó un ruido espantoso, algo parecido al
ruido que hace un coco al quebrarse.
Eran sus hijas, tendidas sobre el pavimento con las cabezas
aplastadas y los cerebros desparramados junto a esquirlas de hueso. A
lo lejos un camión huía a toda velocidad, el conductor probablemente
distraído con el teléfono o
quizás tras haberse tomado un par de copas a la hora de la comida, las
arrolló sin tan siquiera reducir su velocidad. El imprudente conductor
al sentir los cuerpecitos aplastarse bajo las ruedas del camión aceleró y
no solamente no las auxilió, si no que además puso en peligro a otros
conductores que pudieron sufrir un accidente al cruzarse con él en su desesperada huída.
Por desgracia todo el mundo quedó tan conmocionado que nadie tuvo tiempo de apuntar su matrícula por lo que escapó impune.
La madre lloraba desconsoladamente en
medio del tráfico detenido, gritaba y agitaba sus cuerpecitos como
esperando que se levantaran de nuevo y le ofrecieran una de sus
sonrisas. ¿Cómo podría superar la pérdida de sus angelitos de tan solo ocho años?
Dicen que el tiempo es el mejor remedio y
así fue… Era joven, tenía apenas unos 28 años y un par de años después,
se quedó de nuevo embarazada. Casualidades del destino tuvo otra vez
gemelas: el problema es que no lograba olvidar del todo a sus hijas
fallecidas, sobre todo porque de alguna u otra forma sus nuevas gemelas
—que ahora tenían justo la edad en que murieron las anteriores— le
recordaban a sus primeras hijas.
Tenían tantas cosas en común que algunas
veces incluso se equivocaba de nombre al llamarlas y estallaba en
lágrimas al recordarlas…
Pero esta vez por nada del mundo descuidaría a sus pequeñas. Las tenía terminantemente prohibido cruzar la calle solas.
Un día sin embargo vio que mientras
jugaban en el parque cerca de su casa se estaban acercando demasiado a
la calle y, aterrorizada, les gritó para que se detuvieran, a lo cual
ellas respondieron al unísono:
—No pensábamos cruzar, ya nos atropellaron una vez aquí y no volverá a ocurrir…
—No pensábamos cruzar, ya nos atropellaron una vez aquí y no volverá a ocurrir…
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