lunes, 20 de octubre de 2014

Hoy en Leyendas urbanas: Al otro lado de la línea telefónica

Cuentan que aquella enorme casa de la colina no ha sido comprada o alquilada en muchos años. No, no es una cuestión de precios, lo que ocurre es que muchos saben lo que ocurrió allí. Una historia amarga que ha corrido de boca en boca y que es básicamente la siguiente:
Era un matrimonio con tres hijos, un matrimonio de gente ocupada e importante; personas con muchos compromisos sociales, políticos o algo así. El punto es que, cuando salían a sus reuniones, dejaban a sus hijos con una chica de la urbanización a la que venían contratando desde cierto tiempo atrás.
La muchacha, que según se cuenta era muy guapa, era una de esas chicas alocadas, felices y algo despreocupadas. No obstante siempre había cuidado bien de los chicos. Así, esa noche jugó un rato con ellos y después de dormirlos fue a la cocina, se hizo unas palomitas y se recostó a ver alguna película en la televisión con el volumen alto.
Pasados algunos minutos el teléfono sonó:
—Buenas noches, ¿con quién desea hablar?
—…
—Hola, ¿me escucha?…¿hola?
Siguió intentando obtener respuestas pero a duras penas podía escuchar una respiración y una especie de risa contenida de fondo; así que, irritada, cerró el teléfono con brusquedad y continúo viendo la televisión. ¿Quién sería?: ¿algún idiota sin nada que hacer?, ¿un amigo suyo?, ¿un pervertido?…En todo caso sería mejor ignorar a quien sea que estuviese fastidiando al otro lado de la línea.
Pero una y otra vez seguía sonando el teléfono y aquella risa de fondo se repetía, cada vez colgaba más rápido e incluso pensó en desenchufar la línea, pero no podía hacerlo, los padres de los niños le habían dejado bien claro que en todo momento debía estar atenta a sus llamadas. Muerta de miedo y perdiendo su paciencia, llamó a una operadora de la Policía. Algo andaba mal con esas risitas contenidas y ella debía saber qué diablos estaba ocurriendo.
Para su suerte la operadora, lejos de reírse, le dijo que habían introducido una derivación de su línea en la central y todo lo que ella tenía que hacer era entretener al desconocido para que en la central tuvieran tiempo de localizarlo.
Quince minutos después el teléfono sonó otra vez… ¿Sería él? En efecto, solo que esta vez ya no estaba la risita contenida de fondo sino una carcajada histérica, sádica, parecida a esas que a veces muestran las películas de terror de Hollywood.
—¡Pare de reír!…¡¿Qué le he hecho yo?!, ¡¿Por qué me hace esto?! —dijo nerviosa, irritada y con la voz al borde del llanto.
Nada, el hombre no hacía más que reírse cruelmente, con más histeria a medida que aumentaban las suplicas y la desesperación de la muchacha. No le quedó más que colgar, después de lo cual intentó en vano calmarse.
Finalmente, apenas unos cinco minutos más tarde el teléfono sonó otra vez. Esta vez los nervios fueron tales que sintió como el corazón luchaba por salírsele del pecho. “No contestes, no contestes”, se dijo a sí misma aunque no pudo resistirse y contestó:
—Habla la Policía. ¡Salga inmediatamente de la vivienda! Las llamadas que recibía vienen de la otra línea de la casa en que está. Hemos mandado una patrulla, ¡salga ya!
El teléfono se le cayó de las manos y gotas de frío sudor resbalaban por su frente empalidecida por el susto. Quería correr pero sus piernas no respondían, sólo temblaban y temblaban…
Cuando respondieron echó a correr con desesperación hacia la escalera para recoger a los niños que estaban en la planta de arriba, pero  antes de subir, aquella misma carcajada sádica la detuvo en seco. Al mirar al final de las escaleras, junto a la puerta del cuarto de los niños estaba un hombre alto, de frente amplia y cabello rizado y gris. Estaba vestido con un mono blanco como el de los pintores, pero estaba lleno de manchas rojas y en su mano derecha el hombre sostenía un enorme cuchillo ensangrentado.
 
El terror que sintió fue tal que quiso gritar y no pudo, se tropezó mientras intentaba llegar a la puerta de salida y, una vez que estuvo enfrente, intentó una y otra vez abrirla pero las manos le temblaban tanto que la llave se le caía o ella la metía mal. Mientras esa horrenda carcajada de fondo, sonando cada vez más fuerte a medida que el asesino se acercaba con una lentitud tan extrema como cruel y premeditada.
Gracias a Dios consiguió por fin abrir la puerta y tuvo la suerte de que a pocas calles estaba en camino un coche de la policía. Corriendo, se alejó unos cincuenta metros de la casa viendo con asombro como el asesino no la seguía. La Policía entró en la casa pero nunca encontraron al hombre, que probablemente escapara por alguna ventana; pero, lo que aquellos agentes vieron ese día en el cuarto de los niños les marcaría por el resto de sus vidas.
Las paredes estaban cubiertas de manchas de sangre, había tripas y vísceras esparcidas por el suelo, las tres cabezas de los chicos estaban sin ojos y separadas de los cuerpos y, junto a otras atrocidades de la escena del crimen, se habían encontrado unos pañuelos que a modo de mordaza habían impedido que los gritos de sus víctimas sonaran en toda la calle. La niñera al estar viendo la televisión con el volumen muy alto nunca escuchó nada y el psicópata aprovechaba los pequeños “descansos” mientra torturaba y asesinaba a los niños para llamarla por teléfono y reírse de el hecho de que a escasos metros estaba acabando con la vida de los pequeños que ella debía cuidar.




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