En el pueblo de Tecate, ubicado al final
de la Rumorosa, se cuenta que en tiempos de la Revolución Mexicana,
alrededor de 1910, vivía un matrimonio de personas muy pacíficas y trabajadoras. Eran una pareja sin hijos. El señor se encargaba del cultivo de las tierras y su esposa se encargaba del cuidado de la casa.
En aquella época no había mucha gente en los alrededores y los caminos eran
simples brechas secas marcadas sobre el árido paisaje, vetas
polvorientas por las que a veces pasaban los caballos levantando
polvaredas con su andar.
Un día aparecieron unos hombres que llevaban varias horas caminando bajo el sol ardiente. Extenuados y sedientos de tanto andar bajo el calor, vieron que el señor que trabajaba en sus cultivos era la única persona que tenían cerca y, en consecuencia, se le acercaron.
— ¡buenas tardes! —saludaron.
— ¡buenas tardes! —Respondió el señor, dejando su labor y ventilándose con el sombrero—. ¿Cómo así por acá? Muy poca gente viene por aquí.
—El deseo de encontrar buena fortuna nos trae —respondió uno de los hombres.
—Vamos a Tijuana, acabamos de cruzar la Rumorosa —dijo el otro.
—Pues aún les queda mucho camino, Tijuana está bien lejos.
—Sí, y eso que con lo que hemos andado
ya nos morimos de sed, ¿no tendrá un poco de agua que nos regale?
—preguntó uno de los extraños.
— ¡Chingallos, me acabo de tomar el
último trago! Pero ándale, no se preocupen que mi casa está cerca y
tengo un pozo. A menos que tengan prisa. —respondió el campesino
— ¿Prisa? Prisa pero por beber agua, compadre —dijo uno de los hombres y luego todos siguieron al señor para saciar su sed.
El hombre, que casi nunca veía a alguien
pasar por el lugar, se emocionaba cada vez que venían visitantes e
intentaba aprovechar la ocasión para enterarse de chismes y noticias. Se
apresuró entonces por levantar sus aparejos y luego condujo a los
hombres hasta su casa. Allí su esposa los recibió y ellos la saludaron
quitándose el sombrero.
Una vez hubieron entrado, los hombres
bebieron toda el agua que pudieron, comieron como náufragos y
conversaron larga y amenamente. Entretanto, la tarde ya estaba por irse y
el atardecer, en su avance,
iba incendiando el cielo para después dar paso a los coyotes con sus
aullidos de veneración ante el ascenso de la Luna. Los hombres sin
embargo no dieron muestras de marcharse, de hecho se veía que querían
prolongar las conversaciones con el ánimo de quedarse. Viendo eso, el
hombre y su esposa les hicieron un catre con ramas de paja para que
puedan dormir.
Pasadas las horas un grito rasgó el
silencio de la madrugada, un grito que a lo lejos retumbaba como
delatando la proximidad de la muerte en las inmediaciones…
Nadie supo nunca qué ocurrió. Se cuenta
no obstante que los extraños pertenecían a una banda de sangrientos
delincuentes, de hombres deshumanizados que disfrutaban con el
sufrimiento de todas aquellas víctimas que les oponían un mínimo de
resistencia. Cuentan pues que intentaron robarle y que el hombre intentó
presentar resistencia, quizá más de la cuenta porque la crueldad con
que lo liquidaron aún se recuerda entre los habitantes de la zona: lo
amarraron con cadenas, le quitaron los ojos, lo echaron al pozo y luego
arrojaron piedras al pozo para cubrir su cuerpo ahogado. De su esposa y
de los asaltantes nunca se supo nada.
Tal es al menos la versión que se tiene
sobre su muerte, versión de la que muchos no dudan, sobre todo quienes
cuentan que hay noches en que cerca del pozo se oyen ruidos de cadenas,
gemidos de llanto e incluso escalofriantes alaridos de desesperación.
Dicen que pena en busca de su esposa desaparecida y de los malditos que
la asesinaron, dicen que por las mañanas se pueden ver con claridad las
huellas de sus pies encadenados, que a veces se escucha como si lanzaran
piedras al agua del pozo a pesar de que no hay nadie cerca que las
lance…Incluso, hay quienes aseguran que, cuando han pasado cerca del
pozo en la madrugada, han escuchado burbujas, tal y como si alguien o
algo en el interior del agua las estuviera produciendo. Los pocos que se
han atrevido a mirar cuentan haber visto un rostro grande, de un
espectral azul blanquecino, gritando con los ojos inundados de angustia; y ascendiendo, ascendiendo como para querer contactar con el asustado visitante…
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