Valladolid es tierra de buen pan y mejor vino, por lo que no debe extrañar que
la historia haya forjado leyendas adornadas de prodigios en torno a estos
productos que han presidido la vida cotidiana de la ciudad desde tiempos
inmemoriales. Ahora vamos a referirnos a una de ellas que aglutina dos elementos
que podríamos calificar al menos de curiosos: un episodio prodigioso en la línea
de aquellos milagros recopilados por el rey Alfonso
X en las Cantigas de Santa María y una extraña imagen a la que se
atribuyeron toda serie de portentos, una pintoresca figura que antaño era objeto
de gran veneración y recurrida en rogativas, aunque hoy buena parte de los
vallisoletanos desconozcan no sólo su historia, sino su propia existencia.
Quienes recorren las salas del Museo
Diocesano y Catedralicio de Valladolid, ubicado en los restos de las
dependencias del siglo XIII de la antigua Colegiata de Santa María la Mayor,
iniciada mucho antes por iniciativa del Conde
Ansúrez, repoblador de la ciudad en el siglo XI, se encuentran en uno de
los ángulos de la capilla de San Llorente una pequeña vitrina, apoyada sobre una
ménsula pétrea, que deja apreciar en su interior una imagen atípica de Cristo
crucificado, una figura que apenas sobrepasa los 20 cm., de tosco aspecto y sin
valores artísticos significantes. A un lado de la vitrina un pequeño rótulo lo
identifica como "Cristo de la Cepa, imagen milagrosa", mientras que al
otro un texto enmarcado recuerda parte de su leyenda, una singular historia a la
que hoy queremos referirnos.
Lo primero que conviene aclarar es que la
imagen procede de la iglesia de San Benito el Real, donde presidía el altar de
una capilla situada bajo el coro, a la derecha de la entrada, que había sido
fundada por el licenciado Cornejo y equipada
por su esposa. Lo segundo, que no se trata de la imagen convencional de un
crucifijo realizado por un escultor profesional, sino de una suerte de
pareidolia en el tronco y raíces de una cepa, un capricho de la naturaleza,
ligeramente retocado, que sugiere la imagen de un crucificado, de modo que sin
mucha imaginación es perfectamente apreciable el cuerpo con los brazos
levantados en forma de "Y", las piernas cruzadas y una desproporcionada cabeza,
en la línea de algunos crucifijos románicos, que presenta la peculiaridad de
tener largos cabellos y barbas formados por cúmulos filamentosos de raíces. Por
si fuera poco, la forma antropomórfica está unida a otra parte del tronco que
sugiere la forma de una cruz, cuya base fue insertada sobre una peana de bronce
dorado, con un tratamiento similar a un relicario.
Este Cristo de la Cepa adquiría un
especial significado en el monasterio de San Benito, en cuyas dependencias se
expedía al público vino elaborado en sus bodegas en virtud a la explotación de
los viñedos de su propiedad cultivados en localidades próximas a la ciudad, un
negocio que llevaría a la comunidad benedictina a presentar un pleito contra el
escultor Alonso Berruguete cuando este
también inició la venta de vino en su propia casa, situada a escasos metros de
la iglesia, siendo acusado de competencia desleal. Ello justifica también que
esta imagen fuese muy venerada por el gremio de vinateros, especialmente en la
fiesta de la Invención de la Cruz celebrada cada 3 de mayo, único día en que era
mostrada al público rodeada de velas y flores.
La primera noticia sobre la curiosa imagen
del Cristo de la Cepa aparece en el inventario realizado por el humanista e
historiador cordobés Ambrosio de Morales
cuando en 1572, a petición del rey Felipe
II, recorrió Castilla, León, Galicia y Asturias rastreando las
principales reliquias conservadas en estas tierras, viaje en el que la primera
ciudad visitada fue Valladolid, donde dejó constancia de los nutridos relicarios
reunidos en los conventos de las Huelgas Reales, San Francisco y San Benito,
destacando el carácter milagroso y la enorme devoción que este crucifijo, con
categoría de reliquia, ya gozaba en aquella época.
Porque a esta figura, aparentemente
insignificante e incluso de aspecto monstruoso, le ampara una historia piadosa
que fue la causa de una veneración multitudinaria, una historia recogida por
Casimiro González García-Valladolid en su
obra "Valladolid, sus recuerdos y sus grandezas", publicada en 1900
(Tomo I, págs. 91-93), cuyo texto es justamente el que aparece enmarcado junto a
la vitrina del museo. Transcribimos la historia milagrosa del origen de la
imagen según fue recogida por este cronista:
"Allá por el tiempo en que los judíos
invadieron a España, vivía en la ciudad imperial de Toledo uno tan aferrado a su
ley y por ende enemigo acérrimo del cristianismo, que haciendo alarde de sus
creencias y mofa constante de los cristianos, no encontraba otra satisfacción ni
gusto mayores, que burlarse de las doctrinas enseñadas por éstos y muy
principalmente de la de que Jesucristo es el verdadero Mesías prometido, que es
Dios y Hombre y que por su muerte afrentosa, clavado en la cruz, el patíbulo de
los malhechores, ha obrado la redención del género humano.
Absorto se hallaba cierto día en tales
ideas mientras podaba una de las hermosas viñas de sus extensas posesiones,
cuando de improviso le llamó la atención un objeto extraño que apareció sobre
una cepa: se acercó lleno de curiosidad y vio sorprendido que era un
Crucifijo.
Obrando entonces la gracia de Dios en
su alma, cayó de rodillas anonadado, tomó en sus manos la efigie bendita, besola
con humildad profunda, inundola de lágrimas y reconociendo sus errores, abrió
los ojos a la luz esplendorosa de la Fe, el corazón al amor divino y la
inteligencia al conocimiento de la verdad. Convirtiose y pronto recibió el
bautismo, administrándole este Santo Sacramento el Reverendísimo señor Cardenal
Arzobispo de Toledo, Don Sancho de Rojas".
El hecho de que se atribuya la impartición
del bautismo del judío converso al arzobispo de Toledo don Sancho de Rojas, permite situar la acción de la
leyenda entre los años 1415, año de su nombramiento, y 1422, año de su
fallecimiento, siendo el propio prelado quien hizo la donación de la imagen al
monasterio de San Benito de Valladolid, del que fue asiduo benefactor desde que
años antes fuera obispo de Palencia, diócesis a la que por entonces pertenecía
Valladolid.
La vieja leyenda también fue recogida
por Juan Agapito y Revilla en un artículo
titulado "Tradiciones de Valladolid" publicado en el Boletín de la
Sociedad Castellana de Excursiones (Tomo VI, 1913 y 1914, pág. 446), donde el
historiador y arquitecto da rienda suelta a su imaginación relatando el hallazgo
del judío entre los sarmientos "cuando el crepúsculo empezaba a rodearlo
todo de tintes melancólicos y la campana de la ermita lejana tañía
fúnebremente", añadiendo "ve el hebreo salir de una cepa un resplandor
que le atrae y subyuga y ve la imagen del Divino Jesús clavada en el madero
santo". Y al final concluye: "El Crucifijo aparecido entre los
sarmientos de la cepa fue recogido solemnemente y conservado como un
trofeo".
Anteriormente a los autores citados, Manuel Canesi Acevedo ya se había hecho eco de la
leyenda del Cristo de la Cepa en el capítulo dedicado a las capillas de la
iglesia del Real Monasterio de San Benito en su "Historia de Valladolid,
1750" (Tomo II, págs. 301-302), donde informa que "... es tan
apreciable esta reliquia que en Valladolid se tiene en mucha veneración, y los
monjes la enseñan a los forasteros por una de las mayores grandezas del poder
divino, y la tienen dentro de una urna de plata de más de media vara de alto con
sus vidrios cristalinos delante, por donde se ve patente, y sólo se expone a lo
público el día de la invención de la Santa Cruz y de pocos años a esta parte, la
presentan en el cuerpo de la capilla mayor los viernes de Cuaresma, en que hay
sermón de Miserere...".
Este mismo autor nos informa de los
numerosos milagros atribuidos a la imagen, tantos que "para referirlos era
forzoso un volumen grande", siendo tal su predicamento que también era
sacado en procesión durante las rogativas que apelaban su intercesión en
situaciones de sequías prolongadas, afirmando Manuel Canesi haber sido testigo de sus
prodigiosos efectos el año 1714, cuando "... fue que hallándome en
Valladolid y su tierra con gravísima necesidad de agua, pues en dos meses
principales la había el cielo negado, apelaron en su conflicto los devotísimos
monjes al insondable patrocinio de este misericordioso padre, y le colocaron en
la capilla mayor para una rogativa y en un día de ella que estaba muy claro y
sereno y sin ninguna señal de que pudiese sobrevenir lo que de allí a un rato
repentinamente fue anuncio de una deseada felicidad, porque disponiendo por la
tarde la procesión para que saliese por la calle, apenas le pusieron a la puerta
de la iglesia, cuando se armó un batallón de nubes y, tan denegridas y cargadas
de agua limpia, que empezó a descargar con tanta fuerza que dio motivo a una
porfía devota y piadosa, entre el noble concurso de los ciudadanos y los monjes,
sobre si había de salir o no, y resolvieron conformes que prosiguiese la
procesión por la calle y ámbito del monasterio, y aunque todos nos mojamos
mucho, volvimos todos muy consolados al sagrado templo, dando repetidas gracias
por el singular beneficio al admirable simulacro del Cristo de la Cepa, pues
todos los campos reverdecieron y recuperaron y fue la cosecha en todo
copiosísima...".
Pero de todos es conocida la ruda
climatología de Valladolid en algunos años, que puede oscilar desde las
prolongadas sequías, temidas por un entorno antaño dedicado mayoritariamente a
la agricultura, a las furiosas inundaciones del Pisuerga en época de lluvias y
deshielo. Para todo ello el Cristo de la Cepa fue considerado un talismán, pues
demostró ser útil tanto para un roto como para un descosido. Es de nuevo Casimiro G. García-Valladolid quien informa que el
5 de diciembre de 1739 el pequeño crucifijo fue sacado en procesión por los
monjes de San Benito implorando su intercesión durante la catastrófica
inundación que asoló la ciudad. También que el 25 de mayo de 1753 se celebró una
nueva procesión de rogativa ante la prolongada sequía que amenazaba las
cosechas, con la asistencia de toda congregación de benedictinos, que en esos
días celebraba capítulo en la sede vallisoletana, recorriendo el solemne cortejo
la iglesia de Jesús, las calles Lonja, Fuente Dorada, Orates, León de la
Catedral, Cañuelo, Cantarranas, Platería y Especería, regresando a la iglesia de
San Benito, donde fue objeto de una novena. Esta circunstancia se repetiría a
principios de junio de 1764, cuando el Cristo de la Cepa fue de nuevo requerido
por falta de agua.
La imagen, simulacro caprichoso engendrado
por la propia naturaleza, permaneció en la iglesia del monasterio de San Benito
hasta el momento de la exclaustración, siendo trasladada en 1835, cuando el
templo fue cerrado, a la catedral, donde recibió cobijo en la capilla de Nuestra
Señora de los Dolores. Allí continuó siendo expuesta a la veneración pública
todos los viernes del año.
El Cristo de la Cepa, entre curiosidad y
objeto pintoresco, hoy forma parte de los fondos del Museo Diocesano y
Catedralicio de Valladolid, donde la vitrina pasa bastante desapercibida entre
los visitantes por su discreto tamaño, desprovista de su misterio y eclipsada
por las obras plásticas de su entorno expositivo. Sin embargo, y aunque cueste
trabajo comprenderlo, tan singular crucifijo fue un tesoro inapreciable en la
religiosidad del pueblo vallisoletano, siempre tan vinculado al vino.
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