Héctor era un amante del arte y, aunque vivía en
una situación realmente cómoda (económicamente hablando), sabía que sus recursos
eran limitados y por ello no dudaba en recurrir al mercado negro cuando quería
obtener una nueva pieza para su colección.
El tráfico de obras de
arte de
dudosa procedencia estaba en auge, pues durante y después de la
Segunda Guerra Mundial muchos fueron los
soldados y oficiales que saquearon
museos o las mansiones de los más ricos, llevándose cuanto en ellas encontraban.
No era por esto extraño que Héctor comprara verdaderas gangas y cuadros muy por
debajo de su valor.
En algunos casos el mismo Héctor se encargaba de
encontrar al comprador perfecto y revenderlos posteriormente, multiplicando el
precio que había pagado, pero en otros quedaba prendado de la belleza de alguna obra y decidía quedársela él
mismo o guardarla algo más de tiempo hasta que decidía si la vendería o serviría
para ampliar su gran colección. Ese fue el caso de un
cuadro que le dejó sin habla nada más verlo…
En el lienzo podía observarse el rostro de un niño llorando con una
expresividad casi única, sin conocer su historia se podía intuir el gran
sufrimiento que había padecido el
pequeño, un llanto que el
artista había captado con tal realismo que sólo mirarlo te
imbuía en una gran
tristeza.
Héctor estaba decidido, quería comprar esa obra, pero no podía demostrar
mucho su interés si no quería que el precio se disparase.
- ¿Y éste cuánto cuesta? – preguntó Héctor.
- Ese es de los caros – le
dijo el comerciante ilegal – pero como usted es buen cliente se lo dejo en 100
pesetas.
- ¿100 pesetas? – dijo Héctor con tono malumorado – Pero si a este
pintor no lo conoce ni su madre.
En el lienzo podía leerse la firma de un tal Giovanni Bragolin, sin duda un
desconocido, aunque eso no era un impedimento para Héctor, que sabía apreciar el
arte y no dudaba en que esa obra la podía vender fácilmente al triple del precio
que le había marcado.
- Te doy 50 pesetas, esa es mi última oferta y deja de tratarme como a un
ignorante o no me volverás a ver el pelo nunca más.
- Disculpe, don Héctor –
dijo el vendedor con tono sumiso –, se lo envuelvo ahora mismo.
Héctor se fue a su casa con el cuadro bajo el brazo, una tela vieja lo
protegía de las miradas de curiosos y por algún extraño motivo sentía que debía
ser así, como si se tratara de un niño real al que hubiese adoptado. Sus
lágrimas lo habían conmovido tanto que sentía un profundo pesar cuando recordaba
su obra recién adquirida.
Para el cuadro reservó un lugar especial en la habitación en la que dormía,
no quería que quedase expuesto a las miradas de las visitas en el salón, al
menos no hasta descubrir algo más de su procedencia y el autor. Apuntó en una
hoja de papel el nombre del pintor: Giovanni Bragolin. Al día siguiente (y como
había hecho en muchas otras ocasiones) acudiría a la biblioteca a buscar
información, tal vez el lienzo era más caro de lo que él pensaba.
Al finalizar el día, Héctor se acercó de nuevo al cuadro del niño llorando,
se quedó mirándolo durante varios minutos, observando con detalle su compungido
gesto. Trató de imaginarse qué pudo causar las lágrimas del
pequeño: el hambre, un castigo, malas calificaciones…
No, sin duda había una historia mucho más dura detrás de las lágrimas, tal vez
la muerte de un hermano o de sus padres. El llanto era desconsolado, pero a la
vez mostraba una profunda tristeza y miedo a quedarse
solo. Sí, eso debía ser, era algún huérfano de los miles que había dejado la
guerra.
Héctor se acostó en la cama mirando hacia el
niño, como si tuviera que protegerlo y velar por su descanso. Estaba agotado así
que no tardó mucho en dormirse, pero esa noche no podría conciliar el sueño como él hubiese querido…
De madrugada un leve quejido le despertó, era indudablemente el llanto de un
niño, la oscuridad no le permitía ver con claridad, pero sin duda el sonido
provenía del cuadro. Se levantó y pudo ver como de los ojos del niño parecían
brotar lágrimas reales que goteaban hasta el suelo y habían formado un
pequeño charco. Impresionado, se quedó mirando
fijamente a los ojos del pequeño cuando… ¡Sintió que
se movían levemente para mirarle directamente!.
Se pegó tal susto que casi se cae de espaldas, pero por suerte la cama estaba
cerca y pudo sentarse sobre ella, totalmente bloqueado por el miedo.
Los ojos del pequeño se clavaban sobre los suyos y
su gesto triste tornó a uno enfurecido, sus ojos parecían arder y cambiaron su
azulado color por un tono rojizo que parecía echar chispas, de repente el marco
del cuadro comenzó a arder con unas llamas tan intensas que rápidamente
envolvieron toda la habitación…
Héctor se despertó totalmente empapado en sudor, todo había sido una
pesadilla, miró al cuadro y no percibió nada extraño, el niño seguía igual y no
había ningún fuego a punto de devorarlo. Trató de conciliar nuevamente
el sueño, pero le resultaba muy difícil, así que
decidió levantarse para beber un poco de agua. Al pasar cerca del cuadro casi se
cae al suelo cuando resbaló sobre un pequeño charco
que había justo debajo y era idéntico al de su sueño.
Héctor, que nunca había sido muy asustadizo, trató de encontrar explicación:
¿una gotera?, ¿una tubería rota?, todo parecía imposible pues ni estaba
lloviendo ni había ninguna bajante de agua en el cuarto. Descolgó el cuadro y lo
dejó sobre una silla de la habitación para comprobar que no hubiera ninguna
mancha de humedad detrás del lienzo: no había nada extraño. Intentó calmarse y
no darle más importancia, pero esa noche no pudo volver a dormir y sin poder
evitarlo seguía echando miradas furtivas al niño del cuadro que reposaba sobre
la silla.
Al llegar la mañana desayunó, se aseó y decidió salir a buscar más
información sobre el artista. Su búsqueda en la
biblioteca no tuvo éxito, toda una mañana perdida entre libros. Pero había algo
que no cuadraba, el estilo le resultaba familiar e incluso estaba seguro que
había visto ese apellido en alguna otra parte. Así que decidió consultar a
Ernesto, otro traficante de obras de arte como él, con el que había tenido más
de una vez algún problema al tratar con los mismos clientes o pujar en alguna
subasta por el mismo cuadro.
- Vaya, vaya, mira a quien tenemos aquí – dijo Ernesto –; si es mi gran amigo
Héctor, supongo que ya no estás resentido porque la condesa no te comprara aquel
horroroso retrato.
- Buenas tardes, Ernesto, digamos que la cosa quedaría en
paz si me ayudas a encontrar algo de información sobre un
artista – le dijo
mientras le tendía el trozo de papel donde estaba apuntado el
nombre del autor.
- Hombre, pero si es mi gran amigo Bragolin, por supuesto
que puedo darte información, pero el tema es… ¿qué saco yo a cambio? – dijo
devolviendo el papel a Héctor.
- Supongo que lo de que quedemos en paz no es
suficiente, ¿no?.
- Hombre, yo estaba pensando en algo más como un 30% de la
venta; si es el cuadro que pienso, hay un buen beneficio para ambos.
- Un 20%
y es mi última oferta (esa frase parecía funcionarle siempre).
- De acuerdo,
un 25% y dejamos “en paz” el tema de condesa, al fin y al cabo somos “colegas”
en este negocio.
Héctor asintio y tomó asiento en un viejo sillón que Ernesto le indicó con la
mano.
- Como habrás podido adivinar el nombre de Giovanni Bragolin no es más que un
pseudónimo, el nombre real del artista es Bruno
Amadio. Es un fascista detestable y sin escrúpulos del que se dice que tuvo que
huir de Italia al acabar la guerra. Hace un par de años me crucé con él medio
por casualidad en una taberna sevillana, estaba tan
borracho que no paraba de decir estupideces sobre el Diablo y
todo el dinero que iba a ganar. Lo cierto es que poco tiempo después el
pseudónimo con el que firmaba sus obras se empezó a hacer muy popular y escuché
que consiguió vender varias de sus obras a una duquesa. Pero el hombre estaba
tan desquiciado que parece que no pudo disfrutar mucho de su fortuna, se mudó
aquí a Madrid y desapareció.
Héctor, que se había mantenido callado escuchando con atención, le
preguntó:
- No quisiera arriesgarme a vender una obra robada aquí en España, ¿no será
el cuadro que compré uno de los de la duquesa?
- No, por eso no te preocupes,
hasta donde sé ha pintado 27 retratos de niños llorando, pero nunca ha
conseguido el mismo realismo que fue capaz de imprimirle al primero. Los 26
restantes son mas o menos conocidos y se pueden localizar con facilidad, incluso
hay algunas falsificaciones circulando. Pero algo me dice que el que tienes tú
es el primero, la cara con la que me escuchabas es la misma que puse yo cuando
vi el cuadro aquella noche en Sevilla. ¿Es precioso verdad? Esos ojitos parecen
estar llorando de verdad.
- Ni te lo imaginas, es tan bonito que cuesta
desprenderse de él.
- Pues, amigo, te aseguro que cuando se lo llevemos a la
duquesa vas a tener como poco más de 100.000 razones para querer venderlo.
Héctor y Ernesto se estrecharon la mano y quedaron en partir hacia Sevilla al
día siguiente. Lo que había escuchado era mucho más de lo que jamás había podido
imaginar, un auténtico dineral en la época y de paso se podría deshacer de ese
cuadro que le provocaba escalofrios y ternura a partes iguales.
Tras tomarse una cerveza en el camino para celebrarlo y cenar algo en una
tasca de mala muerte justo bajo su casa, Héctor subió a apartamento y entró en
su dormitorio…
En el suelo estaba el cuadro que parecía haberse caído de la silla donde lo
dejó por la mañana, lo volvió a subir a la silla, verificando que no se hubiera
roto con el golpe, y se desvistió para ir a dormir. Mientras se quitaba la ropa
escuchó nuevamente como el cuadro golpeaba el suelo, era como si tuviera vida y
no quisiera estar relegado a un lugar tan ruín como una silla. Héctor no quería
arriesgarse a romper una obra tan preciada, así que colgó el cuadro nuevamente
en la pared donde lo había hecho la noche anterior. Pasados unos minutos, el
cansancio de no haber pegado ojo la noche pasada le pasó factura y cayó en un
profundo sueño.
Exactamente a la misma hora que la noche anterior un llanto le despertó, el
hombre se levantó y, como la noche pasada, pudo verificar que las lágrimas del
niño salían del cuadro y mojaban el suelo. El niño se giró y fijó sus ojos sobre
los suyos, sólo que esta vez Héctor no reculó ni retiró la mirada. Se quedó
buscando una explicación en el interior de los ojos del chiquillo. Sin saber muy
bien cómo, pareció adentrarse en sus pensamientos y pudo ver lo que tanto
temía…
Como si de un simple espectador se tratase, pudo ver la estampa de un
orfanato italiano en la que se agolpaban decenas de niños que habían perdido a
sus padres, entre todos ellos pudo distinguir al niño de su cuadro, llorando en
una esquina de forma desconsolada. Un hombre vestido con el típico uniforme de
las
Camisas
Negras (fascistas italianos) le retrataba sin dejar de insultarle y
golpearle con sus duras botas militares cada vez que cesaba el llanto. Había
algo malvado en aquel hombre pues, como si estuviera poseido, pintaba a una
velocidad infernal y sonreía con una grotesca mueca de satisfacción cuando veía
al pequeño llorar.
La siguiente imagen que le vino a la mente fue la del cuadro en uno de los
pasillos del orfanato. Por alguna extraña razón el artista lo había dejado allí
mismo tras concluir su obra. Cuando los niños estaban durmiendo el cuadro tomó
vida como en su sueño, primero los ojos del niño se volvieron rojos y después
una bocanada de llamas comenzó a brotar de los marcos del cuadro,
misteriosamente sin dañar el lienzo que parecía no poder quemarse con las
llamas.
El fuego rápidamente se propagó cerrando la única posible vía de escape de
decenas de niños huérfanos que gritaban de dolor cuando las llamas comenzaron a
quemar sus pequeños cuerpecitos. El niño del cuadro asistió muerto de miedo,
desde una esquina de la habitación, a cómo el resto de sus compañeros ardían uno
por uno, era como si el fuego se comportara de una forma inteligente y le dejara
para el final disfrutando de sus lágrimas y del sufrimiento que sentía al ver
morir a sus amiguitos. Hasta que finalmente el mismo niño ardió profiriendo
horribles gritos de dolor que duraron más de dos minutos.
De nuevo la imagen cambió y pudo verse el orfanato devastado y derruido por
las llamas, sobre los restos humeantes había un objeto que parecía no haber
sufrido las inclemencias de las altas temperaturas, un lienzo parcialmente
enrollado en el que podía verse el rostro lloroso del niño que había muerto esa
misma noche junto a sus 26 compañeros. El hombre vestido con el uniforme
fascista caminó sobre las ascuas del orfanato como si el calor no le afectara y
recogió su obra. Al extenderla, la miró fijamente a los ojos y éstos se
volvieron rojos y una voz de ultratumba le dijo:
- Con esto se completa nuestro pacto, nunca más sufrirás por dinero o tendrás
necesidad, disfruta de tu vida terrenal, pues yo te estaré esperando en la otra
vida.
Héctor veía todo como un simple espectador hasta el momento que escuchó al
mismo Diablo proferir aquellas palabras, en ese momento dio un paso atrás y pudo
ver como el niño del cuadro le miraba fijamente con los ojos rojos y su boca
comenzaba a moverse:
- Tú me has llamado, ¿qué es lo que deseas?, ¿dinero?, ¿mujeres?. Todo lo que
quieras yo te lo daré.
Héctor saltó hacia atrás sobre la cama con la mala fortuna de que se golpeó
en la cabeza al rodar sobre ésta: el golpe pareció despertarle de su pesadilla,
ya que al mirar nuevamente al cuadro, éste mostraba su aspecto normal, el de un
niño llorando desconsoladamente.
Pero sabía que no había sido un sueño, un pequeño charco bajo el cuadro
delataba que lo que había visto y vivido era real… Sin importarle el dinero que
supuestamente iba a recibir por el cuadro, fue corriendo a la cocina, sacó un
cuchillo de un cajón y se dirigió corriendo con la intención de desgarrar el
cuadro y acabar de una vez con la maldición. Pero al entrar en la habitación la
puerta se cerró de un fuerte golpe detrás de él y el cuadro nuevamente mostró su
lado más diabólico cuando el niño, con los ojos rojos, se giró a mirarle. Una
vez más las llamas comenzaron a quemar todo a su alrededor y Héctor no pudo más
que sufrir una de las muertes más atroces posibles mientras el fuego parecía
deleitarse con su sufrimiento, quemándole léntamente hasta dejarle totalmente
carbonizado.
Misteriosamente ninguna otra parte del edificio ardió y los vecinos no
escucharon los alaridos de dolor de Héctor, por lo que a la mañana siguiente,
cuando Ernesto pasó por el apartamento de Héctor para emprender juntos su viaje
a Sevilla, encontró la puerta abierta y temiendo lo peor entró en el cuarto de
su “colega” de profesión, donde encontró todo carbonizado… salvo el lienzo del
niño llorando sobre el cuerpo abrasado de Héctor.
Ernesto nunca había sido un hombre con escrúpulos y no iba a empezar a serlo
esa mañana, así que tomó el cuadro y salió corriendo del lugar antes de que la
policía o algún vecino pudiesen descubrir el destino de Héctor. Debía darse
prisa para llegar a Sevilla y poder vender ese cuadro… o tal vez no, pensó
mientras lo miraba sentado en uno de los asientos del tren.
Al fin y al cabo era tan bonito y…
¡Tenía que protegerlo!