La miré de nuevo. Siempre había estado ahí. Desde que me vi obligada a
cabalgar encima del terror a solas, se volvió el epicentro de mi
existencia. Claro que con el pasar del tiempo, mis sentidos la
traspasaban y surgían del más allá otras sombras y sonidos.
Por ejemplo cuando tenía unos cinco años, atrás de la puerta había
ratones gigantes que afilaban sus uñas en las hojas cerca de los
herrajes, acompañando su frenética tarea con chillidos y de esta forma
se azuzaban mutuamente. Sabía yo que eran de un pelaje pardo y siempre
húmedo.
Cuando dominada por el pánico trataba de contarlo a mis mayores,
suponían que mi relato era producto de la imaginación infantil. Entonces
volvía a quedarme sola temiendo la llegada de la noche y la soledad de
mi cuarto, donde mi corazón se disparaba, la piel se me ponía de gallina
y a causa del pánico olvidaba respirar.
Junto al sordo rascar existía, como si ya no fuera suficiente, el relato
de cierta señora L., que una noche al abrir la puerta y depararse con
el secreto, había quedado de inmediato y para siempre muda y con su
cabello blanco.
Luego, allá por mis doce años, el ruido se volvió más sordo y aquella
presencia imprecisa era ahora, un arrastrarse en silencio. Esto sumado
al hecho de no poder darle un nombre se volvía más amenazador aún,
siempre al acecho y yo, la única a saberlo.
Más tarde, y sin la disculpa de una fantasía trivial, aquella puerta
continuaba en el mismo lugar del suelo, seguía siendo prohibida, e
indeleble en mi memoria. Sin dar descanso a mi terror, retenía mi
curiosidad, sin importar el paso del tiempo.
Pero el rumor amortiguado del monstruo tratando de acercarse continuaba
de tanto en tanto. Esporádico, contra la pared donde se recuesta la
cabecera de mi cama. A pocos pasos de la puerta en el suelo.
Entonces, uno de estos días pensé, ¿y si dicha asquerosa criatura fuese
sólo el ruido de la cañería de esta vieja casa? Si bien que después de
tantos años arrastrando el pavor, ya podría haberlo vencido, pero no, la
incógnita aún detiene mi mano.
Me miro en el espejo y me veo. ¿Podré hacer frente a aquel engendro sordo y a mi propio espanto?
Decido que es llegado el momento. Retiro el candado, un tufo a tiempo
enclaustrado me golpea el plexo. Mis sentidos se agolpan y comienzo a
bajar por la escalera. Definitivamente esto es lo que tengo que hacer.
Derribar leyes acatadas hasta hoy, crear las propias y verme libre para
siempre de esa sombra. Y de la puerta.
¿Ud. en mi lugar, que hubiera hecho?
Autor: Graciela Moratorio
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