Una madre asesina
En el nombre que Aurora había puesto a
su hija, estaba tal vez la clave: Hildegart, que en alemán significa
"jardín de sabiduría". Aurora tenía esto calculado y todo lo demás. Por
esta razón, le robó la infancia y le dio, a cambio, una mente cultivada
hasta el extremo. A los tres años, Hildegart sabía leer. A los 10
hablaba inglés, francés y alemán; a los 13 terminó el Bachillerato; a
los 14 ingresó en las Juventudes del Partido Socialista; a los 17 se
licenció en Derecho y empezó Medicina.
Aurora Rodríguez Carballeira siempre vio
a su hija como "su obra". La concibió como el "mesías" que salvaría a
la humanidad de todos sus pecados y, sobre todo, a las mujeres,
sometidas por el yugo de los hombres y una educación represiva. Esta
ferrolana, nacida en el seno de una familia acomodada en 1890, era
socialista, liberal y atea; lo que se dice una adelantada a su tiempo.
Los libros que leyó de la biblioteca de un padre abogado abrieron sus
ojos a un mundo que no era el que la rodeaba. Se empapó del socialismo
utópico y el romanticismo de Saint Simon y Owen, hasta el punto de
coquetear con el sueño de un falansterio como los que preconizaba
Fourier, una comunidad rural autosuficiente que se alzara como la base
de la transformación social.
Nunca creó el falansterio aquel. En
cambio, alumbró el proyecto de tener una hija que pusiera fin al modelo
de mujer sin horizontes, predominante en aquellos convulsos años. Lo vio
claro cuando su hermana le arrebató de sus manos al sobrino que había
criado, Pepito Arriola, un niño prodigio de la España republicana
conocido como el "Mozart español", a quien ella misma había enseñado los
rudimentos del piano.
Para ello, Aurora, que era inteligente,
culta, corpulenta y algo masculina, necesitaba un hombre a la imagen y
semejanza del que había visto en sus maquinaciones maquiavélicas. Quería
que fuera inteligente, sano, sin prejuicios, y que se aviniera a su
experimento casi de laboratorio. Porque Aurora le quería sólo para eso.
Nada de amor, placer y, mucho menos, matrimonio. Odiaba a los hombres,
tanto o más que a las mujeres. Invirtió no meses, sino años en buscarle
y, a pesar de lo insólito de la tarea, lo encontró. Puso la cabeza –no
los ojos ni el corazón– en un capellán castrense un tanto estrafalario y
muy aventurero, al que le atrajo la idea de poder engendrar "un ser
superior".
Todo
iba viento en popa, tal y como había planeado. Aurora se quedó
embarazada, echó al padre de su lado y sola, como había querido estar
siempre, sin presencia masculina alguna, se marchó a Madrid. Allí, en la
capital, el 9 de diciembre de 1914 vino al mundo Hildegart. Había
nacido una niña con la vida escrita por la mano fría y calculadora de su
madre, que no dejó nada a la improvisación. Ni siquiera el embarazo, en
una época sin controles médicos ni ecografías. Sometió su cuerpo a una
dieta rigurosa y a la disciplina de cambiar de postura cada media hora, a
golpe de despertador, mientras dormía, para no comprometer el
desarrollo del feto.
Nada hizo Aurora Rodríguez Carballeira
que no estuviera marcado por la obsesión. No quiso afecto alguno para sí
y tampoco para su hija. Nunca la besó ni la abrazó y no dejó que nadie
se acercara a ella ni la tocara. Así que Hildegart creció con la única
compañía de su madre y los libros. Este encierro psicológico pronto dio
sus frutos. A los tres años no jugaba, pero sabía leer. A los 10 no
tenía amigos, pero hablaba inglés, francés y alemán. A los 17 no
flirteaba con estudiantes, pero había terminado una carrera
universitaria (Derecho) y empezaba otra (Medicina). A los 18 no había
escrito el diario abigarrado típico de una adolescente, pero su nombre
se asociaba al de una abundante bibliografía: "El control de la
natalidad", "La rebeldía sexual de la juventud", "Revolución y sexo",
"¿Cómo se curan y evitan las enfermedades venéreas?","¿Se equivocó
Marx?". Estudiaba sin parar, sobre todo, filosofía y sexología. Devoraba
a Marx.
Su capacidad intelectual era
desbordante. Daba mítines, hablaba de socialismo, liberación social y
eugenesia. Se había convertido en una oradora requerida y aclamada. Así
que, al fundarse la Liga Española por la Reforma Sexual, presidida por
Gregorio Marañón, fue nombrada secretaria. Su fama no tardó en
trascender. Estaba a un paso del reconocimiento internacional. Su
talento llegó a oídos de Havelock Ellis, el autor del "Estudio de la
psicología del sexo", toda una autoridad en la materia, y del filósofo y
novelista H. G. Wells, el autor de "La guerra de los mundos" y "La
máquina del tiempo", a quien conoció en Madrid. Inició con ellos una
relación epistolar. Como era de esperar, la amistad y la admiración que
mutuamente se profesaban no podían quedar ahí. Pronto la invitaron a
viajar a Inglaterra. Ella accede. Hildegart siente ansias de
independencia y libertad.
Ha
empezado a cuidar su aspecto físico. Siempre vestida de negro, por
orden de su madre, eso sí. Se había vuelto atractiva a los ojos de los
hombres, que ya no admiran sólo su inteligencia. Se enamora de un joven
político, compañero del Partido Federal, Abel Velilla. Las tentaciones
mundanas se han colado en su vida. Aurora piensa que tiene que actuar.
"Casarla sería tanto como sacrificar la misión para la que ha venido a
la Tierra", llega a decir. Los hombres, las amistades, las cartas pueden
echar al traste su plan mesiánico. Llega a creer que hay una
conspiración internacional para arrebatarle a su hija. Habla con ella y
le exige abandonar su proyecto amoroso e incluso su brillante carrera so
pena de suicidarse. Pero Hildegart no le hace caso. Está desolada.
Quiere morirse. La rebeldía es demasiado para Aurora. Siente que su
sueño se esfuma. La Humanidad no podrá ser salvada por la hija
redentora.
La madrugada del 9 de junio de 1933, en
el ático de la calle Galileo donde viven, Aurora entra en la habitación
de su hija. Hildegart está dormida. Aurora lleva un arma. Está dispuesta
a acabar con todo. Dispara. En total, cuatro tiros. Ha hecho lo que
quería: "Suprimir una obra sublime con un acto sublime, ya que cualquier
madre es capaz de parir, pero no de matar a sus hijos. La facultad de
dar la vida lleva implícita la de quitarla, pero requiere gran valor",
deja escrito a los pies del cadáver.
Cuando le preguntaban a Aurora por qué
lo había hecho, respondía: "Porque era tan hermosa". No estaba
arrepentida. Lo volvería a hacer. En el juicio, declaró que la muerte se
había producido de común acuerdo.
La condenaron a 26 años, ocho meses y un
día de prisión. A los dos años desapareció. Todo el mundo pensó que se
había fugado o había sido excarcelada en medio del alboroto político y
social de 1936. Pero no fue así. Aurora Rodríguez Carballeira nunca
estuvo en la cárcel. Su prisión fue el hospital psiquiátrico de
Ciempozuelos. Allí murió, completamente sola.
Años después del crimen, la criada
confesó que Aurora había tenido a Hildegart secuestrada durante sus
últimos días. Le cortó el teléfono, le prohibió recibir correspondencia,
le negó cualquier contacto con el exterior. Antes de disparar, le había
quitado ya la vida.
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