Hace ya unos dias el mundo recordó el centenario del trágico hundimiento del crucero Titanic y a la vez, yo traje a memoria una historia que leí hace algunos años y que ahora comparto con ustedes.
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Cuenta la leyenda que la momia de una presunta sacerdotisa que vivió en la corte del faraón Akenatón (1353 a.C. – 1336 a. C.), acompañó a las 2,227 personas que iban a bordo del transatlántico. De acuerdo a “La maldición de los faraones” (1973), cuestionado libro del periodista alemán Philipp Vandenberg, la momia pertenecía al coleccionista inglés Lord Canterville, un pasajero del Titanic que encontró la manera de arreglárselas para llevar su tesoro a Nueva York.
El mismo autor indicó que la profetiza gozó de gran popularidad durante el reinado del denominado “faraón hereje” y que por eso los habitantes de la ciudad de Minieh llegaron a levantar un santuario para que esta pueda trabajar sin problemas. Ese pequeño pero imponente centro se llamó el “Templo de los Ojos”.
Cuando se encontró el sarcófago de la momia –siempre citando la misma publicación–, los exploradores se sorprendieron al ver que el cuerpo cargaba varios amuletos, en particular uno de la cabeza que tenía la siguiente inscripción: “Despierta del sueño en que te sumiste. La mirada de tus ojos triunfará sobre tus enemigos”.
Según la leyenda, la momia se conservó en una caja de madera y dado su valor, no fue colocada en la bodega del Titanic, sino detrás del puente de mando del capitán Edward John Smith.
Vandenberg, a partir de los rumores que surgieron en la prensa poco tiempo después de la tragedia del Titanic, mencionó en “La maldición de los faraones” que los científicos que examinaron el cuerpo embalsamado mostraron signos de enajenación mental y por tanto, se preguntó si el capitán del Titanic también fue presa de los ojos de la momia. Smith y Lord Canterville murieron en el naufragio.
Otra publicación también menciona a la momia del Titanic. El polémico escritor y científico estadounidense, Charles Pellegrino, comenta en “Desenterrando Atlantis” (1991) que la momia no era de una sacerdotisa, sino de la reina Hatshepsut, quien reinó Egipto entre 1479 a. C. y 1457 a. C. Además, es quien va más lejos con la supuesta maldición.
Cuenta que el egiptólogo Douglas Murray se hizo de la momia en 1910 gracias a un cazador de tesoros norteamericano, que murió repentinamente sin cobrar ni un centavo de lo acordado con el británico. La cosa no quedó allí. Pellegrino narra que el investigador perdió gran parte de la mano derecha luego de que estallara su pistola, la misma que quedó gangrenada y que por eso requirió la amputación del brazo hasta la altura del codo. Solo habían pasado tres días desde que se apoderó de la momia de Hatshepsut.
De regreso a Inglaterra, Murray se entera que dos de sus amigos más cercanos y dos de sus criados habían muerto. Además, empezando a sentirse supersticioso, deja el sarcófago en casa de una amiga que de pronto sufre una enfermedad degenerativa. Su mamá también fallece sin ninguna explicación. Es entonces que decide dejar la momia en el Museo Británico, institución que por tener ya varios sarcófagos opta por pasar a Hatshepsut al Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. El 10 de abril de 1912, la momia inicia su viaje a Estados Unidos en el Titanic. Previamente mueren el director de egiptología del Museo Británico y su fotógrafo, también en el absoluto misterio.
Otras versiones que surgieron en la prensa señalan que el aclamado periodista británico William Thomas Stead fue quien finalmente compró la momia y quien se las ingenió para esconder el sarcófago en la parte inferior de su auto. Según se comenta, el hombre de prensa reveló a los pasajeros del Titanic sobre su misterioso tesoro una noche antes del hundimiento.
Otra leyenda comenta que Stead era un fiel creyente del misticismo y que antes de embarcarse en el Titanic, un amigo espiritista le reveló que el barco estaba destinado al desastre. El periodista compartió la historia durante la cena de la tercera noche de viaje y la maquilló con el rumor de la maldición de una momia. Stead formó parte de la lista de los 1,517 muertos de la tragedia, pero algunos sobrevivientes que escucharon su relato lo compartieron posteriormente.
Los cuentos existen, pero no hay ninguna prueba que avale los rumores.
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