El cruento asesinato del hotel Reyes Católicos,
cometido por Fernando Alberto Rivero Vélez, es un claro ejemplo de lo que el
abuso de drogas puede provocar en una persona con claras tendencias agresivas.
Sin lugar a dudas, Fernando Rivero conocido merecidamente como "El Loco" es un
depredador sin sentimientos ni empatía hacia los demás que disfruta matando.
Este suceso no fue más que un episodio de toda una carrera delictiva plagada de
violencia, psicosis y excesos.
En los suburbios madrileños por donde se movía,
Fernando Rivero siempre fue caracterizado como un tipo muy violento, consumidor
habitual de drogas duras y experto en artes marciales. A Rivero, se lo conocía
como "El Loco" dentro del mundillo de las drogas.
Estas sorprendentes confesiones obligan a la
Policía a registrar el rancho, hallando allí otros ciento diez kilos de
marihuana... y algo macabro: un caldero de hierro de hedor pestilente que
contenía sangre seca, un cerebro humano, colillas de cigarros, 40 botellas
vacías de aguardiente, machetes, ajos y una tortuga asada. Alrededor de la casa,
una fosa común con doce cadáveres descuartizados, a los que les habían extirpado
el corazón y el cerebro en algún extraño ritual.
Desde muy temprana edad, Rivero comenzó a
consumir drogas. Con 13 años ya fumaba unos seis porros diarios. A los 16 era
consumidor habitual de disolvente, a los 17 experimentó con las anfetaminas y
con el LSD hasta llegar a la cocaína, sin duda su droga preferida. A los 29
años, "El Loco" no podía vivir sin su dosis diaria de coca, la que "equilibraba"
con chutes de heroína, su otro alcaloide predilecto. Para aquel entonces, el
abuso de estupefacientes le había dejado graves secuelas psíquicas: oía voces,
tenía ataques paranoicos, alucinaba y hasta veía halos alrededor de determinados
objetos y personas.
Rivero contaba con 12 antecedentes en su
expediente criminal (atracos, robos con fuerza, falsificación de documentos,
lesiones y atentado a la autoridad). El robo era algo habitual para poder
sustentar sus vicios y de vez en cuando tenia que realizar alguna que otra
estafa.
Pero nada importante, hasta el momento, solo
había pasado unas pequeñas temporadas a la sombra por delitos menores. En 1993,
el cuerpo psiquiátrico del Hospital Gómez Ullúa le dictaminó "trastorno de
personalidad con rasgos psicopáticos", lo que lo exoneró de hacer el servicio
militar.
También había tenido un incidente importante
cuando trabajaba de celador en el Hospital Príncipe de Asturias: le rompió la
mandíbula de un cabezazo a un compañero suyo, porque estaba totalmente seguro
que este le criticaba, un claro efecto de sus brotes paranoicos.
Harto de estar
siempre inmiscuido en asuntos menores, Rivero estaba totalmente decidido a dar
un gran golpe que lo dejara bien parado de una vez por todas. Para ello había
comprado unos rollos de cinta adhesiva, un cutter y tenia preparada su escopeta
calibre 12. Para este palo había pensado en el hotel Reyes Católicos, ubicado en
pleno centro de Madrid. Debido a los encuentros que había mantenido años atrás
con el propietario del hotel, a cambio de dinero y de un lugar donde pasar los
monos, Rivero sabía de primera mano que a principios de mes, el dueño sacaba
dinero del banco para pagar en metálico las nominas de los empleados.
Era la noche del miércoles 1 de julio de 1998 y
Fernando Rivero ya tenía su gramo de coca colombiana recorriendo sus venas, era
de lo mejorcito que tenían los gitanos de La Rosilla. Con la suficiente decisión
para concretar el golpe ansiado, telefoneó al hotel para reservar una
habitación, ya que sabia que sin reserva no le dejarían entrar. "A nombre de
Rivero", dijo al conserje. Se dirigió camino al número 18 de la calle Ángel, con
la sangre fria y la cabeza caliente. Tenía todo planeado: amenazaría con el
cutter al conserje ante el menor descuido y lo ataría con la cinta de embalar.
Por si las cosas se ponían feas, llevaba su escopeta cargada camuflada en una
caja de cartón, que había cogido en un contenedor cerca de su casa. Al llegar al
hotel depositó la caja de cartón en el mostrador. Cuando el recepcionista fue a
darle la llave de la habitación 106, abrió la caja, sacó una escopeta y dijo:
"Tú ya estás muerto".
A partir de aquí parece que nada salió como
estaba planeado. La turista norteamericana Noranne Siemers, que se encontraba
hospedada en el hotel, fue la primera testigo de la escena del crimen. Tras
escuchar tres detonaciones, la familia Siemers, residente en la tercera planta
del establecimiento, quiso comunicarse con la conserjería. Al comprobar que
nadie respondía, la mujer decidió bajar acompañada de su hija. Al llegar al
principal, antes de alcanzar la planta baja, se encontró con un panorama
desolador: dos cadáveres, maniatados, degollados y con heridas de bala se
encontraban en el suelo. El pánico las hizo volver instantáneamente a su
habitación.
Las victimas eran Rubén Darío Vallina, de 20 años
y recepcionista del hotel y Juan Ignacio Arranz, un toledano que hacía tiempo
vivía en Madrid dedicado a la hostelera.
Margarita relató como este hombre ingresó por el
hall y les dijo que era un atraco, que le acompañasen. Al llegar al primer
rellano se encontró con Rubén Darío, que estaba amordazado y maniatado en el
suelo. Cuando Rivero comenzó a atarla le pidió con tranquilidad: "Por favor,
tenga cuidado, que tengo asma". "Tranquila, dentro de poco ya no tendrás que
preocuparte del asma", le contestó él, acto seguido le cortó el cuello y cayó al
suelo. En todo momento estuvo consciente y pudo escuchar las quejas de Rubén
mientras era degollado, las súplicas de Juan Ignacio pidiendo a Rivero que no
acabara con su vida así como las detonaciones finales. Sin más cartuchos, se
acercó a Margarita y levantó su cabeza cogiéndola por el pelo. Margarita se
había desmayado, Rivero la dio por muerta.
Terminada la matanza, el criminal prosiguió la
búsqueda del dinero en las dependencias del hotel. En ese momento, Margarita
recobró el conocimiento. Como pudo se repuso, taponó su herida con una camisa y
se dirigió a la planta baja. Entretanto, el asesino había vuelto al lugar del
crimen. Al ver que Margarita había desaparecido, se asustó y bajó corriendo a la
recepción. Presa del nerviosismo, revolvió los cajones, sin encontrar las 19.000
pesetas que había, y empezó a golpear el ordenador del vestíbulo en un intento
de borrar de la memoria su reserva en el hotel.
Margarita al ver que Rivero todavía se encontraba
en el hotel revolviendo los papeles, regresó a pedir ayuda en las habitaciones
superiores, mientras se iba desangrando, sin que nadie le abriera la puerta. Una
vez que escuchó la marcha del asesino, volvió a la recepción. Llamó entonces por
teléfono a un servicio de urgencia regional. Tampoco la respondieron. Fue
después de llamar a la Policía cuando salió a la calle en busca de ayuda. Un
taxista la llevó a un hospital.
Lo que Margarita relató a la Policía coincidía
totalmente con la reconstrucción del crimen. Aunque todavía no se conocía al
autor del crimen, este no había tomado precauciones para que no lo
identificaran. Había dejado la caja en la que camufló la escopeta en la
recepción del hotel. Esto no hubiera sido importante de no ser porque llevaba
impresa la dirección de una tienda de muebles de Alcalá de Henares. Un policía
recordó que cerca de esa calle vivía un conocido delincuente llamado Fernando
Alberto Rivero Vélez. También, el hecho de que el asesino rompiera la pantalla
del ordenador, sirvió a la Policía para comenzar la identificación entre los
clientes del hotel. De hecho, poco tiempo después encontraron la ficha escrita
por el conserje, donde constaba la reserva realizada a nombre de Rivero. Todo
cuadraba, el asesino había sido identificado.
Minutos después de haber cometido la carnicería, "El Loco" fue en
búsqueda de su novia Olivia Aceituno, que trabajaba en un bar de carretera hasta
altas horas de la noche. Se mostraba algo nervioso aquella madrugada y le dijo
que quería marcharse a otro lugar para evitar enfrentarse al juicio que tenía al
día siguiente por una de sus causas pendientes. Entonces emprendieron la huida
hacia Castilblanco, un pueblo de Badajoz donde los padres de Olivia tenían un
piso desocupado. Rivero volvió a cometer otro grave error, el que le costaría
que lo apresaran sin ninguna complicación. Un confidente de la Policía había
recibido una llamada de Rivero, donde figuraba el número desde donde la había
realizado. Era desde Castilblanco, el lugar de donde era natural Olivia.
La mañana del sábado, a menos de tres días de
haber cometido el crimen, Rivero era atrapado por los agentes del grupo de
homicidios de la Brigada de Policía Judicial y de la comisaría de Alcalá. Rivero
fue trasladado a la cárcel de Badajoz. Pero durante un traslado a la Audiencia
Provincial de Guadalajara consiguió fugarse esposado tras golpear con un
candelabro al guardia civil que lo acompañó al baño. Aunque poco duró la fuga de
"El Loco". Anduvo vagabundeando por La Rosilla, e incluso estuvo trabajando en
la cocina de una ONG. Pero fue localizado y reingresado en prisión.
El diagnóstico efectuado por el psiquiatra –única
persona que escuchó la confesión de Rivero sobre el crimen- fue contundente:
"elevada peligrosidad debido a la indiferencia a las normas, frialdad de ánimo e
incapacidad para aprender con la experiencia". El mismo médico de la unidad
penitenciaria de Valdemoro relató las palabras de Rivero: "aquella noche perdí
el control de mis acciones, oía voces, había algo superior a mí que no podía
controlar".
Recientemente, Fernando Rivero protagonizó otro
episodio violento, mientras se encontraba en la prisión de Aranjuez (Madrid VI),
apuñaló mortalmente a otro interno.
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