Aarón Jones conducía a su casa, donde su esposa,
Audrey Simmons, lo esperaba. Se habían casado hacia dos años, aún no
tenían hijos, aunque sí los deseaban. La casa parecía muy sola, faltaba
el ruido de los niños pequeños corriendo por sus pasillos y los gritos
de alegría mientras juegan.
Aarón pensaba en eso todos los días
cuando recorría el trayecto a casa, pero esta vez sus pensamientos
fueron interrumpidos por una preciosa imagen: había un cuadro abandonado en mitad de la carretera, un cuadro que parecía mostrar a una mujer de la época colonial tomando el té mientras leía un libro cubierta por una sombrilla del mismo color que su hermoso vestido rojo carmesí. Estaba cubierto de polvo y tenía un recuadro de metal en la parte inferior de su marco, una leyenda tal vez. Al pasar la manga de su camisa se pudo leer “Rose Mary”. Maravillado por la belleza del cuadro, Aarón lo subió a su vehículo
pues era algo encantador que pensaba colocar en la habitación
principal, justo en lo alto de la pared, donde se vería muy bien y todos
los visitantes dirían que era espectacular y preguntarían sobre su
origen, carcomidos en secreto por la envidia.
Con una sonrisa en su rostro Aarón continuó en el largo trayecto hacia su hogar, dulce hogar, donde seguramente su esposa Audrey lo esperaría con una sonrisa en la puerta, como una fiel guardiana.
—Cariño, al fin llegas, te estoy
esperando, la cena está lista, está saliendo del horno. —le dijo Audrey
abriendo la puerta para entrar a casa, pero Aarón la detuvo cuando dio
media vuelta.
—Espera, tengo que mostrarte algo, quedarás impresionada al verlo. Es algo maravilloso, además debe valer una fortuna, amor.
Aarón lo sacó del auto, donde lo
aprisionaba con una avaricia inmensa, Audrey sólo lo miró de reojo, no
le llamaba la atención la pintura.
Después entraron a casa ya que fuera
hacía un poco de frío. Mientras Aarón colgaba en la pared el cuadro,
Audrey servía la cena, los dos se sentaron en la mesa, pero él no dejaba
de observar el retrato, parecía enamorado de la pintura, parecía
ausente, su mente estaba ocupada con la imagen.
—¿Podrías dejar de verlo? —dijo Audrey
con celos y enojo: odiaba ese cuadro cada vez más, parecía que quería
robarle el amor de su marido, tal vez por eso se había atravesado en su
camino.-
Él simplemente contemplaba aquella imagen colonial,
sin siquiera darse cuenta de lo que pasaba a su lado, perdido en la
imaginación, en los cabellos de la chica y en aquellos ojos que parecían
reflejarlo. Parecía tan real, pero solo era un cuadro, un cuadro que ni
respirar podía.
—Es qué acaso no lo ves, es una hermosa obra de arte.
Al oír eso, Audrey se levantó lanzando
la vajilla con un fuerte estruendo sobre la mesa de caoba, pero a su
marido pareció interesarle poco que se retirara del comedor enfadada. No
dejaba de contemplar aquel cuadro, solo faltaba que se moviera y le
hablara.
“Es hermosa”, susurró para él solo, se
retiró de la mesa y salió al patio, pero en su mente seguía aquella
mujer invitándolo a entrar en aquel antiguo lugar de primavera.
Todo parecía quedar pequeño ante su
nueva adquisición, “la casa es muy pequeña para esta maravillosa
pintura”, pensaba Aarón sin importarle la opinión de su mujer ni el
hecho de que viviera en un impresionante caserón.
“Ojalá la pintura viviera”, comentó para
sí mismo mientras contemplaba el cielo estrellado y sentía el viento
fresco que corría en ese día sin nubes donde se veía fácilmente la
maravilla de la Naturaleza, estupenda sin duda alguna, pero carente de
intensidad en comparación con la maravilla que tenía en casa (y no
precisamente se refería a su esposa…).
Algo extraño le sucedía con esa mujer
del retrato, algo que ni Dios mismo podía explicar, una obsesión que
llevaba a otro nivel superior.
“Que el cuadro viva”, se dijo en voz
baja tal vez para que los vecinos que ahora dormían no lo escucharan, o
solo para que su mujer que lo observaba por la ventana no se enfadara.
Entró a su casa de nuevo cuando las
luces se apagaban. No tenía importancia saber qué hora era, ni qué
pensaría de él su mujer. Ya adentro, entre las sombras miró a aquella
mujer tomando el té. Una mujer de belleza enigmática, con algo que no
sabría muy bien definir pero que le atraía de manera increíble. No
importaba si no era del gusto de su pareja, si Audrey no quería el
cuadro con él, él mismo se iría solo con su nueva y preciosa mujer de pintura.
Subió la escalera paso a paso
lentamente hasta llegar a lo que era su habitación. Allí su mujer
dormía o eso parecía, pues quizá solo aparentaba dormir para no tener
una pelea más. Ellos rara vez peleaban, pero Audrey era muy celosa. “Qué
estúpidas que pueden volverse las mujeres cuando sienten celos. Tener
celos de un cuadro, como si la chica del cuadro fuese a cobrar vida y
seducirme, ¡vaya idiotez!”, se dijo interiormente Aarón mientras miraba a
Audrey con cierto disgusto, aunque luego le vino a la mente la chica
del cuadro y todo lo que quiso fue dormir para soñar con ella, para
estar en sus brazos y bucear en el encanto de sus ojos…
……….
Abrió sus ojos, frente a él, en aquel
ventanal de su habitación, el sol resplandecía. Rose Mary estaba
sentada. Tomaba el té con la elegancia de toda una princesa, brillaba como una estrella, resplandecía como el sol y era elegante como la luna.
—Siéntate, cariño, ven aquí a mi lado.
Lo invitaba a sentarse. Él, con una
sonrisa de enamorado atontado, tomando su mano enguantada empezó a
besarle. Ella lo observaba con tanta maravilla y cariño.
De pronto observó por la ventana: las
nubes tapaban el sol y un torbellino empezó a girar en su dirección, se
hacía más y más grande, como un gigantesco tornado. Chocó en su ventana
mientras los cristales se rompían, y él despertó, despertó de aquel
sueño que no quería abandonar.
Fue como si el ruido de los vidrios que estallaban lo hubiera devuelto a la realidad, o al menos eso parecía.
Bajó las escaleras con cansancio y sin cuidado, no le importaba tropezar, aún llevaba la misma ropa de ayer.
Llegó hasta la habitación principal, la
puerta se encontraba abierta. El cuadro que daba vista hacia la cocina
no estaba, de seguro fue esa fastidiosa niña a la cual tenía como esposa, una chica molesta y explosiva.
Algo sin embargo había pasado: ahí
seguía esa mujer clavada en la pared, pero había algo extraño en ella,
había crecido, se había expandido, la torre Eiffel
de Paris se observaba, y un paisaje crecía a su lado. Se veía la casa
de ella y un castillo, personas bailando, hombres retratando a las más
bellas damas y una orquesta clásica
Definitivamente el cuadro había sido
alterado, pero era imposible que lo hubiese hecho Audrey pues ella nunca
había tocado brocha alguna y los cambios eran formidables. O quién
sabe, quizá contrató a un gran pintor, mas… ¿dónde rayos estaba Audrey?
Tal vez estaba de compras en el supermercado y había olvidado cerrar su
puerta.
Aarón giró su cuello: el cuadro crecía
más y más, como si fueran raíces creciendo sobre su pared. Una planta
maravillosa, que se extendía en las ventanas, las tapizaba como si
fueran ladrillos de un mágico castillo. Y el cuadro crecía más y más,
con los duques de Francia, señoritas y ancianos elegantes, flores rojas
que parecían abrirse de pétalo en pétalo, mariposas y aves que
revoloteaban en el cielo, ventanales gigantes donde la luz se filtraba,
niños jugueteando ante sus ojos maravillados. Todo era tan extraño, tan
mágico y confuso en aquel proceso que se desplegó hasta que el lugar en
que él se hallaba fue sellado y, así como salida de la nada, Rose estaba
frente a él, mirándolo con dulzura (y algo de pasión) porque había sido
el hombre que la recogió en aquella oscura y fría noche, el hombre que
la colocó en un cálido hogar.
—¿Quieres estar conmigo? —preguntó
entusiasmada aquella mujer y él asintió con una seña afirmativa, besó
sus labios, mientras ella resbalaba por su cuello, con un tremenda
pasión, mostrando su escote.
—Espera, aquí no se puede, antes tienes
que hacerme un favor, sobre todo si quieres estar conmigo —dijo aquella
mujer mientras él afirmaba sus acciones sin dejar de tocarla.
—Mata a tu esposa.
Al oír eso él se detuvo un momento, la
miró a sus claros ojos, a sus pupilas que parecían dilatarse un poco.
Estando en sí, se habría negado rotundamente, se habría indignado, a
pesar de lo tonta que a veces le parecía Audrey. Pero el punto es que
estaba fuera de sí mismo. Estaba atrapado, encantado por esa mirada que
le ofrecía cosas por las que renunciaría al mismo cielo así que…¿Por qué
no condenarse al infierno y matar a Audrey?
—Sí, por ti asesinaría hasta al
archiduque de Francia. —dijo Aarón arrebatado y continuó besando los
brazos de ella sin que ésta se opusiese a su cariño.
……….
Un portazo lo despertó (ahora sí
realmente despertó), su esposa había llegado, el cuadro no se encontraba
en la pared, ella sostenía una bolsa, tal vez era el almuerzo de esa
mañana.
—¿Dónde está? —preguntó dirigiéndose hacia Audrey.
—¿Dónde está? —decía más enfurecido.
—¿Dónde está?… No sé dónde está y no me
interesa, tal vez se fue caminando. —dijo ella con ironía y luego caminó
hacia donde estaba la cocina, dejó la bolsa sobre la mesa, y de
espaldas empezó a hablar.
—Te dejé un poco del almuerzo en el refrigerador, lo calientas en el microondas.
Tras decir eso, giró y se encontró cara a
cara con su marido. Un golpe en la cabeza la hizo caer. Aarón había
tomado de un estante cercano el retrato (grande y con marco de acero) de
su boda y, con ese símbolo de unión, le había propinado un golpe
bárbaro…
Audrey abrió un poco los ojos pero la
sangre le nublaba la vista. No podía reaccionar, no podía creer lo que
estaba pasando. Todo lo que sentía era miedo, decepción y un breve e
intenso relámpago de dolor y compasión por la monstruosa transformación
que había experimentado su marido.
—¿Aarón? Dime qué te hizo la mujer del
cuadro, dime qué te hice yo —dijo Audrey con los ojos nublados ya no
solo por la sangre sino por las últimas lágrimas que lloró antes de que
Aarón despertase de la duda que por un momento detuvo sus manos
asesinas…
Fue un golpe tras otro. Nada lo detenía,
ni los gritos de ella ni el ver como su carita se iba transformando en
un penoso amasijo de carne y hueso. Solo se detuvo al reventarle el
cráneo
La escena era horrenda pero pronto
estaría fuera de ese lugar. Qué más daban esas manchas de sangre.
Arrastró su cuerpo hasta el baño manchando el suelo de escarlata. Abrió
el grifo del agua y esta empezó a salir llenando rápidamente la bañera,
allí puso el cadáver de Audrey con la mitad del cráneo aplastado.
—Te lo dije, perra, ¿dónde está mi cuadro?
Miró al cadáver y lo colocó sobre el
agua que se estancaba en aquella bañera, el rostro de su mujer se hundía
en la clara agua provocando que fuera difícil de ver. El agua carmesí y
el negro de sus cabellos era una combinación extraña que mareaba, pero
él salió de aquel cuarto sin importarle que el agua continuara saliendo
hasta desbordarse.
El sótano era el lugar más seguro en que
Audrey podría haber ocultado su cuadro. Y ahí estaba oculto detrás de
algunos oxidados metales. Se encontraba partido a la mitad y Rose Mary
parecía haber desaparecido de la pintura.
De pronto un susurro resopló en su nuca:
era ella, su querida Rose Mary, la dueña de su alma, aquella que le
robó sus acciones, su cerebro, su corazón…
Giró su cuello. Corrió tras ella
escaleras arriba como un niño dispuesto a abrir sus regalos en la mañana
de navidad. Un lazo que antes había adornado su preciosa cabellera
color fuego se encontraba en la entrada de la cocina marcándole donde
había entrado su amor: ahí estaba esa hermosa pelirroja, tomando el té.
Cuando el reloj marcaba las doce, su sueño se cumplió.
—Vamos, amor, lo has logrado, has llegado a mi corazón cumpliendo mi suplica, eres un honorable caballero.
Sirvió té en una pequeña taza, Aarón se sentó sobre el sofá y empezó a besarla.
—Vamos, toma tu té, y estaremos juntos por siempre, vamos, bébelo.
De un solo trago el té pasó por su
garganta, la taza rodó por la alfombra y él cayó en brazos de su Rose.
Entonces sus ojos empezaron a nublarse y a fallar. En unos pocos
minutos, la vida de Aarón se apagó.
……………
Gerald Taylor, el vecino de los Jones,
se extrañó porque hacía semanas que no había visto a Aarón y Audrey
salir de su hogar. Por eso un día fue a tocar su puerta, pero nadie
respondía y un olor nauseabundo invadía el ambiente, como si un perro
estuviera pudriéndose.
Dentro se escuchaba el goteo constante
del agua, incluso el suelo del jardín se encontraba húmedo, la hierba
había crecido hasta casi llegar a sus rodillas, la cerradura de la
puerta no tenía candado alguno y el cadáver de Aarón se podía ver a
pocos metros de la entrada de la casa, inerte en el suelo de la cocina.
Consternado, Gerald salió corriendo al primer teléfono que encontró y la
Policía llegó en instantes.
El forense y los peritos tenían una
teoría, pero el agua había dañado muchas pruebas. En opinión de los
forenses, al parecer habían golpeado brutalmente a Audrey Simmons hasta
reventarle la mitad del cráneo, tras lo cual la arrastraron hasta la
bañera.
El presunto culpable era Aarón Jones, el
cual se había suicidado ingiriendo un té con cianuro. Misteriosamente,
de entre todos los posibles elementos vinculables al siniestro una cosa
no quedó dañada por la humedad: se trataba de una pintura que alguien
había depositado sobre una de las sillas de la cocina, como si estuviera
compartiendo su último sorbo con ella. Como por arte de magia el cuadro
se había reparado solo y en él se veía a una enigmática y hermosa mujer
que tomaba el té y llevaba un vestido escotado casi tan rojo como sus
largos y ondulados cabellos; debajo de ella se podía leer la siguiente
leyenda: ‹‹Rose Mary››.
—Que hermosa mujer, tiene una mirada
especial —dijo uno de los agentes pensando para sus adentros en quedarse
con el cuadro después de acabadas las investigaciones.
—Cuidado vaya a ser que esté embrujada.
¿No ves que ella fue la causante de todo esto? —le dijo otro oficial en
tono burlón, a lo que el primero respondió con una carcajada y entonces,
dándole la espalda al cuadro, ambos rieron mientras, en algún punto del
futuro, los ojos verde-esmeralda de Rose Mary se volvían más negros que
la noche y otro baño de sangre empañaba la felicidad de un nuevo
matrimonio…